En la biografía de Hudson Taylor hay un pasaje
revelador. En una carta escrita a un amigo, fechada el 18 de noviembre de 1870,
Taylor cuenta esta historia. Él había estado leyendo el Nuevo Testamento en el
griego original. Leía el Evangelio de Marcos cuando, súbitamente y de manera
extraña, captó su atención una oración breve de tres palabras. Se volvió a su
versión del Nuevo Testamento en inglés y leyó las palabras tan familiares:
«Tened fe en Dios», pero en griego existía un pensamiento, una enseñanza profunda,
que la otra versión no había logrado traducir. Pues así lo leyó Taylor:
«Aférrate a la fidelidad de Dios». Este descubrimiento, dijo, arrojó luz a
muchos lugares oscuros de su pensamiento. Le animó mucho. Así debe ser, pues
esta es la base de la fe verdadera.
Dios le dio al gran misionero, durante una época de
pruebas duras, una exhortación sabia en Marcos 11.22. La mayoría de las Biblias traduce el pasaje así:
«Tened fe en Dios», una exhortación a todos los creyentes a la obediencia; es
el fundamento de nuestra experiencia cristiana. Pero a veces nos olvidamos que
la fidelidad de Dios nunca abandona a sus hijos, en ninguna circunstancia de la
vida. Al fin y al cabo, la fe es aferrarse a las promesas fieles de Dios, una
de las cuales es sanar el cuerpo.
Uno de los mejores ejemplos de fe denodada en el Nuevo
Testamento es la historia de la mujer que tocó el borde de la vestidura de
Jesús a pesar de su condición, las experiencias frustrantes que pasó y las
multitudes que la separaban de Jesús. Deténgase ahora y lea de ella en Marcos 5.21–34. Véase también Lucas 8.43–48. Al leer estos pasajes observe la palabra tocar en
especial.
La palabra clave de esta historia es tocar. En el
pasaje se hace mención cuatro veces que la mujer tocó la vestidura de Jesús.
Veamos la clave del toque de la mujer. Esto nos revelará mucho de ella y más
aún del amor, la misericordia y la sabiduría de Jesús. Observe las tres
características del toque vital de la mujer.
Fue un toque desesperado
La mujer (no sabemos su nombre) vino a Jesús después
de doce años de una seria enfermedad, cuando los doctores no fueron capaces de
curarla. Como había transitado todas las vías de sanidad conocidas, la visita a
Jesús era su última y desesperada oportunidad de recibir ayuda. No sólo estaba
enferma, sino que también se le había agotado el dinero.
La magnitud de su desesperación es más evidente cuando
observamos que ha violado la Ley de Moisés (Lv 15). Debido a la naturaleza de su enfermedad, era impura
ceremonialmente. Mezclarse entre la gente era una violación de la Ley por la
cual la podrían apedrear hasta la muerte. Su esperanza era tocar la vestidura
de Jesús sin que nadie se diera cuenta; por lo tanto, se aterrorizó cuando
Jesús la llamó de entre la multitud.
Las grandes multitudes que seguían a Jesús hacían casi
imposible que las personas débiles se le pudieran acercar. Como Jesús se
desplazaba a la mayor rapidez posible, con los discípulos abriéndole camino,
para cumplir su misión de misericordia, una persona lenta hubiera visto que era
casi imposible seguirle el paso. Una muestra elocuente de la determinación
desesperada de la mujer por alcanzar su objetivo fue que logró traspasar esa
multitud que se desplazaba con tanta rapidez.
La naturaleza de la misión de Jesús era tal que se oponía
a cualquier interrupción. El principal de la sinagoga lo había llamado para que
orara por su hija a punto de morir. Ninguno, estando enterado de la urgencia de
la misión, hubiera procurado causar una demora a la misión de vida o muerte del
Señor. Sería casi imposible imaginar un plan con mayor probabilidad de fracaso
que el de la mujer; era una «misión imposible» con un glorioso final.
Fue un toque de fe
Con todos los obstáculos en el camino, sólo una
verdadera fe podría haber mantenido en el rumbo correcto a la mujer. Ella
pensó: «Si tocare tan solamente su manto, seré salva»
¿Qué piensa usted que haya sido el origen de semejante
determinación en el corazón de la mujer?
Al parecer, tenía cierto conocimiento del poder
sanador de Jesús. Quizás vio una sanidad milagrosa, o algún vecino, amigo o
pariente le habló de las buenas nuevas de la misericordia del Maestro de
Galilea. Aparentaba tener una convicción profunda que al tocar a Jesús
conseguiría la sanidad codiciada y que vanamente había procurado durante doce
años. Es posible que el Señor haya puesto esa fe en el alma desesperada. Al fin
y al cabo, la fe es un don del Señor. Ella no dijo: «Ojalá ese toque mágico me
ayude un poco»; ¡dijo: «Si tocare tan solamente su manto, seré salva»! Tal
pensamiento demuestra una fe profunda. Después que Jesús le preguntó, le dijo:
«Tu fe te ha hecho salva».
Fe, pistis. Convicción, confianza, creencia,
dependencia, integridad y persuasión. En el marco del NT, pistis es el
principio divinamente implantado de confianza interior, seguridad y dependencia
en Dios y en todo lo que Él dice. La palabra, algunas veces, indica el objeto o
el contenido de la creencia (Hch 6.7).
Creyeres, pisteuo. La forma verbal de pistis, «fe».
Significa confiar en, tener fe en, estar plenamente convencido de, reconocer,
depender de alguien. Pisteuo es más que creer en las doctrinas de la iglesia o
en artículos de fe. Expresa dependencia y confianza personal que deviene en
obediencia. El vocablo implica sometimiento a la voluntad de Dios y una
confesión positiva del señorío de Jesús.
Escriba unas palabras sobre la importancia, la
necesidad o el resultado de la fe en los siguientes pasajes de la Biblia.
Mateo 21.22
Marcos 16.17
Lucas 5.20
Lucas 7.9
Lucas 7.50
Lucas 8.50
Lucas 17.5
Hechos 6.5, 6
1 Corintios 12.9
El toque de conversión
Nos inspira considerar el concepto devocional del
poder de la sanidad divina para restaurar la persona. Se podría decir de la
mujer que tocó el borde de la túnica de Jesús, considerando su pobreza, su
enfermedad incurable y su impureza ceremonial que la aislaba de la sociedad,
que al menos a los ojos de las multitudes no era nadie. Pero su toque
desesperado de fe la convirtió en alguien. Con su toque Jesús declaró: «Alguien
me ha tocado». Los discípulos sorprendidos le respondieron: «Maestro, la
multitud te aprieta y oprime, y dices: ¿Quién es el que me ha tocado?» Pero
Jesús dijo: «Alguien me ha tocado; porque yo he conocido que ha salido poder de
mí». Después de leer este pasaje en Lucas 8.43–48, deberíamos reconocer para siempre que hay una
diferencia grande entre «presionar» y «tocar» a Jesús. De alguna manera todos
los que asisten a las reuniones evangélicas presionan a Jesús, pero en realidad
sólo un pequeño número lo tocan mediante una fe positiva.
Tal vez parezca que al decir «alguien» está jugando
con palabras, pero al leer con detenimiento observamos que Jesús le dijo además
a la mujer: «Hija, tu fe te ha salvado; ve en paz». Ese día, una persona que no
era nadie para los hombres, se volvió «alguien» importante, se convirtió en
«hija de Dios». Es más, por un breve tiempo fue el centro de atención de Jesús,
sus discípulos y hasta los mensajeros de la casa de Jairo. Toda actividad cesó
hasta que se entendió por completo lo que le ocurrió a ella.
La meta del hombre moderno es hacerse de un nombre,
ser importante. Pero muchos avanzan por el camino equivocado. El verdadero
camino a la identidad eterna se alcanza con la confesión de Jesucristo como
Salvador y Señor. Los que transitan su sendero de amor recibirán un nombre
nuevo que nunca se manchará.
La mujer quizás deseaba tocar a Jesús sin que la
detectaran. Pero cuando Jesús demandó quién lo había tocado, no pudo escapar;
entonces le contó toda la historia de sus esfuerzos desesperados: «Vino temblando,
y postrándose a sus pies, le declaró delante de todo el pueblo por qué causa le
había tocado, y cómo al instante había sido sanada» (v. 47).
Ahora los que tocan a Jesús con el toque de fe se
convierten en parte de su familia; estos no pueden recibir su virtud sanadora
si no reciben su abrazo de amor. El Señor no la dejaría ir sin enterarse
primero de lo que en realidad le había acontecido. Había que decirle que su fe
no le dio sólo una cura mágica, sino también una relación eterna. No recibió
cualquier cosa: recibió a Cristo, la persona más importante de todo el
universo. Le dijo que lo que ella experimentó no fue tan solo el fin de su
sufrimiento físico, sino también el comienzo de una nueva bendición esencial y
eterna.
Es posible que la noticia de la mujer que tocó el
borde del manto de Jesús se divulgó, pues leemos acerca de sanidades similares
a mayor escala: «Y dondequiera que entraba, en aldeas, ciudades o campos,
ponían en las calles a los que estaban enfermos, y le rogaban que les dejase
tocar siguiera el borde de su manto y todos lo que le tocaban quedaban sanos» (Mc 6.56).
Debe observarse que mientras que todo esto le ocurría
a la mujer desesperada, el principal de la sinagoga, quien llamó a Jesús para
que orara por su hija moribunda, con ansiedad y tal parece que inútilmente,
esperaba la llegada de Jesús. Mientras lo hacía, al parecer en vano, su hija
falleció. ¿Por qué dejaría Jesús que una que no era «nadie» lo detenga mientras
la hija del principal de la sinagoga moría? ¿Por qué se permitiría Jesús llegar
«demasiado tarde»?
Lea Lucas 8.49–56. ¿En qué momento ve la acción de la fe tornarse hacia
el poder?
¿Dónde podría haberse rendido la fe a la duda?
Jesús nunca llega ni obra «muy tarde». Jesús sabía muy
bien lo que estaba sucediendo en la casa de Jairo, como Lucas expone en el
final feliz de la historia.
La experiencia de Jairo nos hace recordar la muerte y
la resurrección de Lázaro (Jn 11). Marta le dijo a Jesús: «Señor, si hubieses estado
aquí, mi hermano no habría muerto». Jesús le respondió: «Tu hermano resucitará […]
Yo soy la resurrección y la vida». Jesús nunca está apurado; nunca llega muy
tarde. Nada está oculto de sus ojos. Nunca se olvida de nuestras necesidades.
Nunca falla. Él podría decirle a la familia de Jairo: «No teman; sólo crean».
Una lección muy importante puede aprenderse de la
demora de Jesús a causa de la mujer afligida. A Dios nunca le falta tiempo para
terminar sus obras de misericordia. La fe de muchos se ha debilitado por pensar
que Dios tiene tantas oraciones para responder que nunca podría oír las
peticiones personales. Satanás nos incita a preguntarnos: «¿Cómo puedo esperar
que Dios conteste mi oración cuando hay millones de necesitados en todo el
mundo que bombardean el trono de gracia con peticiones muchas de ellas más
importantes que la mía?» «¿Cómo puede Jesús caminar a mi lado cuando miles de
millones anhelan la misma cercanía?» Estas son dudas que nos aquejan, pero
podemos encontrar confianza en la Biblia, teniendo en cuenta que Dios es
omnipresente y omnipotente y que nos ha dado el Espíritu Santo para que more en
persona en cada uno de nosotros. El es un Dios infinito que no tiene
limitaciones en cuanto a espacio, tiempo o circunstancias. Tal vez nos ayude
recordar que aun el hombre con todas sus limitaciones ha conseguido registrar
los nombres de todos en el banco de memoria de una computadora central y con la
televisión, hecha por hombres, podemos ver muchas cosas que acontecen en el
mundo. Si por medios humanos se puede verificar el saldo de la cuenta bancaria
de cualquier persona, sin duda el Creador del universo inmensurable puede
mantenerse al tanto de cualquier cosa que en él ocurra.
Un pasaje del profeta Isaías nos hace pensar en la
sabiduría y el poder ilimitados de nuestro Dios:
¿A qué, pues, me haréis semejante o me compararéis?
dice el Santo.
Levantad en alto vuestros ojos, y mirad quién creó
estas cosas; El saca y cuenta su ejército; a todas llama por sus nombres;
ninguna faltará; tal es la grandeza de su fuerza, y el poder de su dominio.
¿Por qué me dices, oh Jacob, y hablas tú, Israel: Mi
camino está escondido de Jehová, y de mí Dios pasó mi juicio?
¿No has sabido, no has oído que el Dios eterno es
Jehová, el cual creó los confines de la tierra? No desfallece, ni se fatiga con
cansancio, y su entendimiento no hay quien lo alcance. (Is 40.25–28)
Dedique tiempo esta noche. Mire el cielo estrellado.
Luego piense en este pasaje. ¡Regocíjese en el poder de Dios y en su cuidado
personal por usted!
La mujer que tocó el borde del manto de Jesús es un
ejemplo de alguien a quien Dios regaló una fe intensa. Otro ejemplo excelente
de fe grande y sorprendente es la del centurión (un soldado romano con
autoridad sobre otros cien hombres), cuyo criado Jesús sanó. La historia se
narra en Lucas 7.1–10. Abra su Biblia y lea este pasaje, observe con detenimiento el
razonamiento del centurión en el diálogo con Jesús.
El centurión era una persona excepcional. Jesús se
maravilló con él, como si le sorprendiera encontrar un gentil con una fe tan
sobresaliente. Al centurión podríamos llamarlo: «El hombre que sorprendió al
Señor». Contrario a la expectativa común, vemos que los centuriones romanos del
Nuevo Testamento son hombres de carácter admirable. Existen varias cualidades
sorprendentes en este centurión de Capernaum:
1. Era un ser humano sorprendente. Quería mucho a su
siervo (esclavo). Muchos militares romanos hubieran dejado que muriera un
esclavo enfermo. Este centurión ejerció influencia sobre los ancianos judíos,
para los cuales construyó una sinagoga, a que persuadieran a Jesús a sanar a su
siervo. Tal compasión viniendo de un militar romano lo señalaba como un hombre
de bondad inusual y de carácter profundo.
2. Asimismo, el capitán romano a cargo de mantener el
orden en Capernaum era un hombre de generosidad sorprendente. Construyó una
sinagoga, por su cuenta, para los judíos. La posición que ocupaba no le exigía
semejante generosidad. Los ancianos judíos llegaron a decir que él amaba la
nación judía. Muchos romanos cultos ya no tomaban en serio a los dioses del
paganismo; algunos habían adoptado la fe judía. Este centurión, aunque tal vez
no era proselitista del judaísmo, sin duda lo respetaba y al mismo tiempo creía
con sinceridad en Jesús.
3. El centurión era un hombre sorprendentemente
humilde. Los ancianos decían que era «merecedor» o «digno» de aquel favor. En
su mensaje a Jesús, el centurión dijo: «Señor, no te molestes, pues no soy
digno de que entres bajo mi techo». Lo dijo a pesar de ser uno de los
ciudadanos más prominentes de Capernaum.
4. Tenía una perspicacia sorprendente. Entendió el
secreto de la verdadera autoridad. Como oficial militar, tenía autoridad
absoluta sobre sus soldados. Se dice que en la disciplina militar romana los
soldados podrían marchar hacia un barranco a menos que oyeran al oficial decir:
«¡Alto!» Sin embargo, los oficiales sabios no sobrepasaban su esfera de
autoridad. Este centurión sabía lo que era la autoridad, pues él mismo estaba
bajo su superior. Es difícil que alguien sepa lo que es la autoridad si no
opera bajo la misma. El centurión podría esperar obediencia perfecta de sus
soldados; al mismo tiempo estaba preparado para dar el mismo respeto a los que
estaban sobre él. El centurión estaba listo para darle a Jesús la obediencia
completa y a la vez sabía que todas las fuerzas estaban bajo Su autoridad, el
cual estaba bajo la autoridad del Padre. Comprendió que Jesús tenía la
autoridad y el poder para decir la palabra y sanar a su esclavo a la distancia.
Tal vez había leído el Salmo que dice: «Envió su palabra, y los sanó» (Sal 107.20). La palabra del centurión era terminante sobre sus soldados; la palabra de Jesús sobre todas las fuerzas de la naturaleza y sobre
toda clase de circunstancia lo era. El centurión pudo percibirlo.
5. Jesús dijo del centurión: «Os digo que ni aun en
Israel he hallado tanta fe». Así como la mujer sabía que si lograba tocar el
manto de Jesús se sanaría por completo, el centurión sabía, sin lugar a dudas,
que si Jesús decía la palabra de sanidad, su esclavo recibiría la sanidad
completa; y así fue. Estas dos personas tenían una fe profunda, la mujer
necesitaba un toque físico para liberar su fe, pero al centurión sólo le bastó
la palabra de Jesús a la distancia para la sanidad de su siervo. Cuando dejó a
Jesús para regresar a su hogar, sabía que al llegar encontraría a su siervo
gozando de buena salud.
No desestime el contacto físico, la imposición de
manos de los ancianos o de alguna otra persona; muchos que oran con regularidad
por los enfermos señalan la importancia de un punto de contacto. Algunas
personas pueden expresar a solas la oración de fe; a otros les ayuda la oración
y la fe de otra persona. Hay una efectividad notable en los resultados de la
intercesión en grupo. En un gran avivamiento del Espíritu Santo en una gran
ciudad, muchos atribuyeron las sanidades milagrosas a los encuentros matinales
donde se enseñaba la verdad de la sanidad bíblica y donde se intercambiaban
testimonios de sanidad. Cuando se les impusieron las manos en las reuniones
públicas, un gran porcentaje de los enfermos fueron sanados. «Así que la fe es
por el oír, y el oír, por la palabra de Dios» (Ro 10.17).
En este capítulo hemos estudiado la sanidad y la fe.
Hemos puesto la atención en dos pasajes del Nuevo Testamento acerca de personas
que manifestaron una gran fe en el poder de la sanidad y el ministerio del
Señor. En estos pasajes podemos hallar muchas alusiones que nos ayudarán a
asimilar hoy la sanidad corporal a la que Jesús nos da acceso por su obra de
propiciación. Al analizarlos superficialmente, parecería que estos dos sucesos
tienen muy poco en común. En ambos casos parece que la fe manifestada es un don
de Dios. En ambos casos nosotros creeríamos que esas personas eran de poca fe,
sin embargo mostraron una fe sobresaliente: La que Dios otorga. El centurión manifestó
un nivel de madurez en la fe que incluso sorprendió al Señor.
Si estas personas —una, la mujer afligida que
prácticamente vivía en aislamiento; la otra, un militar que pasaba la mayor
parte del tiempo en cuarteles militares— podían poseer una fe tan
extraordinaria, no existe ninguna razón que nos impida, a través del estudio de
la Palabra y un tiempo de oración diaria, poseer una fe profunda. Podemos
llegar a tener la capacidad de asimilar las promesas fieles de Dios. Las
promesas de Dios abarcan todas las necesidades posibles del cuerpo y el alma
del hombre. Dios no nos condena por tomar medicinas para nuestras enfermedades,
ya que Él es el creador de todas las que descubren los hombres sabios. Pero
existe una bendición y una unción que se imparten en la sanidad divina que
ningún otro medio puede proveer. Podemos cubrir cualquier procedimiento médico
con oración y obtener buenos resultados; sin embargo, nada nos acerca tanto a
Jesús como oírlo susurrar en lo más íntimo de nuestro ser: «Tu fe te ha sanado».
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