La profecía del Nuevo
Testamento sobre la restauración (Hch 3.19-21)
“Arrepiéntanse,
pues, y conviértanse, para que sus pecados sean borrados y les vengan tiempos
de refrigerio de la presencia de Yahweh, y Él les envíe a Jesucristo, que ha
sido preparado para ustedes, a quien es necesario que el Cielo reciba hasta que
tengan cumplimiento los tiempos de todas as cosas, las cuales desde la antigüedad
Dios habló por boca de los santos profetas”…
La
restauración en cada dimensión de la experiencia humana es fundamental en el
evangelio cristiano. Está entretejida en toda la Escritura y debe hallarse en
el pórtico de nuestro ministerio de la verdad.
En
Hechos 3.19–21 se halla la más citada referencia a la restauración en el Nuevo
Testamento. Pedro hace un llamado urgente a retornar a Dios para ser limpios de
pecado. Añade que este retorno allanará el camino a un período de refrescante
avivamiento como resultado de la presencia del Señor en medio de su pueblo.
También preparará el regreso de Cristo, quien, según Pedro, «es necesario que
el cielo reciba [o retenga] hasta los tiempos de la restauración de todas las
cosas, de que habló Dios por boca de sus santos profetas que han sido desde
tiempo antiguo» (Hch 3.21).
Muchos
sienten que es ahora, en estos últimos días, que «todas las cosas» profetizadas
se cumplirán y se completará la restauración. La restauración final es el
regreso de la Iglesia, la novia de Cristo, a la majestad y la gloria preparada
por Dios para ella. Para que esta restauración tenga lugar, Dios ha comenzado a
dejar que su poder y pureza fluyan sin medida por medio de ella. «La remoción
de las cosas movibles» ha comenzado, para que el reino inconmovible se
manifieste (Heb 12.27, 28).
Definición bíblica de
la restauración (Job 42.10-12)
De
acuerdo con el diccionario, «restaurar» significa restablecer la condición
original de algo. Sin embargo, cuando algo es restaurado en la Escritura, siempre
crece, se multiplica o mejora, de manera que su condición final supera su
estado original (véase Jl 2.21–26).
Por
ejemplo, bajo la Ley de Moisés, si alguien robaba un buey o una oveja, no era
suficiente que restaurara el animal que había tomado. Tenía que pagar por el
equivalente de cinco bueyes o cuatro ovejas (Éx 22.1). Cuando Dios restauró a
Job tras las pruebas terribles a que lo sometió, le dio el doble de lo que
había perdido y lo bendijo más abundantemente en sus últimos días que al inicio
de su vida (Job 42.10–12). Jesús dijo a sus discípulos que todo aquel que
dejara algo para seguirle recibiría cien veces más (Mc 10.29, 30).
Dios
multiplica cuando restaura. Y así, al restaurar hoy en día, Dios no solamente
devuelve a la Iglesia la gloria que alcanzó en tiempos del Nuevo Testamento.
¡Quiere hacerla más poderosa, majestuosa y gloriosa que nada de lo que el mundo
haya visto jamás!
La restauración «en el
principio» (Gn 1-3)
El
tema bíblico de la restauración se halla en el principio de todas las cosas: el
libro de Génesis. Dios creó al ser humano a su propia imagen, hombre y mujer.
El ser humano gozó de la imagen de Dios, de su intimidad, de un ininterrumpido
compañerismo con Él.
Sin
embargo, el ser humano decidió comer del árbol de la ciencia del bien y del
mal. Al hacerlo, quiso tomar su vida en sus propias manos. En lugar de depender
de la sabiduría, la justicia y los recursos de Dios, viviría de sus propios y
limitados recursos, según su parecer.
Con
esa trágica decisión, el ser humano perdió su imagen divina, así como la
intimidad y el compañerismo con el Señor, su Creador. Pero la obra restauradora
de Dios comenzó inmediatamente. Como el ya consciente de sí mismo ser humano
trataba de cubrir sus desnudeces con sus propias manos, Dios le proveyó de
ropas hechas de piel de animales. Esto reveló con toda claridad el plan
redentor y restaurador de Dios para el ser humano caído. Ese primer sacrificio,
que lo proveía de vestido, apuntaba hacia el sacrificio final del Cordero de
Dios, el propio Jesús.
El ser humano se
precipita a la degradación (Gn 4-12)
Tras
ser despedido del Huerto, y apartado del Árbol de la Vida que estaba en medio
de él, Adán tuvo hijos a su propia imagen, desobediente y egoísta, y no a
imagen de Dios. De ese momento en adelante, el ser humano cayó más y más en la
depravación, hasta que Dios decidió destruir la raza y comenzar de nuevo a
partir de una sola familia, la de Noé.
El
pacto del arco iris (Gn 9.13) fue una de las más importantes de las muchas
señales dadas por Dios durante este período, señal a través de la cual indicaba
su deseo de restaurar lo que se había perdido en tiempos de Adán y Eva. Esta
constituye de hecho un eterno recordatorio del plan de Dios de restaurar, tras
el juicio, al ser humano según su propósito.
Con
el llamado de Abram (Gn 12), comenzó a desarrollarse ese plan, al manifestarse
el propósito de Dios a través de un individuo específico. La «gran nación» que
Él prometió hacer prosperar por medio de Abram comenzó a gestarse con Israel,
pero estaba destinada a transformarse en la Iglesia, la casa de Dios. Aunque
hay muchas profecías dedicadas a Israel, podemos estar seguros que desde el
principio Dios tenía en su corazón a la Iglesia en lo que toca a su
realización. La Iglesia no era una simple premonición en la mente divina, como
tampoco la promesa del Mesías: Jesucristo.
La restauración
anticipada (José: Gn 37-46)
El
perfil de la obra restauradora de Dios se muestra vívidamente en la vida de
José. José fue abandonado, falsamente acusado, olvidado. Pero finalmente se vio
favorecido por Dios y restaurado en el papel que Dios le había asignado.
1. Abandonado. Cuando
José les reveló a sus hermanos que Dios le había llamado para reinar sobre
ellos, éstos reaccionaron envidiosos, vendiéndolo como esclavo en Egipto.
2. Falsamente acusado.
Dios prosperó a José, aun como esclavo, hasta el punto que su amo lo puso al
frente de sus bienes. Pero la esposa de su amo lo acusó falsamente de
asaltarla, y fue enviado a prisión.
3. Olvidado. Estando en
prisión, José interpretó los sueños del copero y el panadero del Faraón. El
copero se regocijó al saber que sería liberado, y José le pidió que
intercediera por él ante Faraón. Pero, una vez fuera de la prisión, el copero
se olvidó de José.
4. Favorecido. Sin
embargo, Dios no lo olvidó. Dos años más tarde Faraón tuvo un sueño. El copero
se acordó de José y le habló de él a Faraón. José interpretó el sueño,
anunciándole siete años de hambruna. Agradecido del aviso, Faraón puso a José
al frente de toda la riqueza de Egipto. No sólo fue José restaurado por medio
de esta acción, sino que cuando llegó la sequía, estuvo en condiciones de
salvar a su pueblo.
Los inútiles esfuerzos
humanos de autorestauración (Jer 8-10; Lm 2)
Dios
prometió enviar un profeta como Moisés a los israelitas a fin de garantizar su
liberación definitiva. Ello era necesario porque habían rehusado escuchar a
Dios, e insistido en que le hablara directamente sólo a Moisés (Dt 18.15, 16).
Su temor de escucharlo sin intermediarios los colocó bajo la letra de la Ley,
donde el esfuerzo humano trata de obtener y retener el favor divino. Pero Dios,
conociendo los límites de la Ley, instituyó el sistema mosaico de sacrificios
de animales para expiar los pecados. También convirtió la Ley en una maestra
que apuntaba hacia la salvación definitiva a través de la sangre derramada por
Jesús, el sacrificio hecho una vez y para siempre (Heb 10.10).
El
fracaso de sus esfuerzos se presenta gráficamente en Jeremías 8–10 y
Lamentaciones 2, en la destrucción de Jerusalén y la dispersión del pueblo.
Estos capítulos describen un oscuro cuadro de la necedad humana, y de la
rebelión, inmoralidad, idolatría y corrupción general que sufría la nación de
Israel, la cual había forzado a Dios a disciplinarlos de tal manera que «llegó
a ser como enemigo» para ellos (Lm 2.5).
Jeremías 9.3 resume su
difícil situación, que recuerda la de muchos en la iglesia de nuestros días: «Y
me han desconocido». A pesar de su gran empeño todavía no habían establecido
una relación personal con Dios.
La corrupción de los
líderes (Ez 34.1-10)
Habiendo
escogido escuchar a otros en lugar de a Dios, el pueblo pronto comenzó a
escuchar mentiras (Jer 9.3). Ezequiel 34.1–10 expone la debilidad y la
depravación en la que habían caído los líderes judíos. Utilizaban sus oficios y
ministerios en provecho personal, no para servir al pueblo. No alimentaban el
rebaño, sino a sí mismos. En su ira, Dios se enfrentó a estos malos pastores,
advirtiéndoles que les quitaría las ovejas y pondría fin a su despiadada
explotación.
La
analogía del pastor se mantiene en la promesa de restauración que sigue a estas
frases de censura divina. «He aquí yo, yo mismo iré a buscar mis ovejas... Como
reconoce el rebaño el pastor... así reconoceré mis ovejas» (vv. 11, 12). Dios,
entonces y ahora, quiere que su pueblo se relacione directamente con Él, le
escuche, le responda y tenga una vida abundante.
El
Señor nunca se ha apartado de su promesa de restaurar la relación de amor que
se perdió en el huerto del Edén.
La inutilidad del
ritual religioso (Am 5.21-23)
Como
el ser humano siempre ha buscado ganar la aceptación de Dios con sus propias
fuerzas, las personas llegaron a concebir su relación con Él siempre en
términos ceremoniales. Pensaron que observando ciertas reglas y regulaciones,
realizando ciertos rituales, y pronunciando determinadas palabras, podían
conservar el favor de Dios. El Señor les aclaró aquellos conceptos erróneos a
través del mensaje de los profetas. Les hizo saber que despreciaba el
ritualismo del culto y los sacrificios formales (Am 5.21, 22), las solemnidades
ridículas (Is 58.4, 5), y el tributo de labios (Jer 7.4). Rechazó sus cánticos,
en los cuales entonaban alabanzas que no significaban nada para ellos (5.23).
Prometió convertir sus cánticos en lamentos, transformar sus voces en clamor de
luto (Jer 7.34).
Remoción de las obras
humanas (Heb 12.26,27)
Todo
lo que Israel y Judá habían edificado por sí mismas durante generaciones de
esfuerzo propio era abominación para Dios, y éste entregó para destrucción todo
lo que habían logrado mediante «la obra de sus manos» (Jer 1.16; 32.29–36).
El
mensaje que se desprende de las falsas concepciones de los israelitas llega
hasta nuestros días, y el autor de Hebreos habla de la remoción que Dios se
dispone a llevar a cabo (Heb 12.26, 27). Él ha prometido remover toda obra
humana levantada con la energía y la sabiduría de la carne. Sólo las cosas
inconmovibles —lo que haya sido levantado gracias a la sabiduría y el poder
eterno del Señor— permanecerán.
La
gran remoción profetizada en Hebreos ha comenzado y continúa en la iglesia de
nuestros días. Y ello debido a que los mismos males que afectaron a Israel
—buscar agradar a Dios mediante el culto ritual, prácticas idólatras y
decadencia moral, corrupción del liderazgo, y el adorar la obra de manos humanas—
se manifiestan también en la iglesia. La remoción de estas cosas forma parte
del proceso de restauración.
El arrepentimiento en
la restauración (Is 58.1-14)
Tras
juzgar y disciplinar enérgicamente al pueblo por su apostasía, Dios le ofrece
maravillosas promesas de restauración. Les dice que su salvación pronto se
dejará ver, que será «como huerto de riego». Los librará de sus iniquidades,
sanará sus apostasías, y les amará «de pura gracia» (véanse Is 58; Jer 31–33;
Os 14).
Sin
embargo, entre su advertencia de juicio y su promesa de restauración, los
profetas de Dios hacen una importante exhortación: ¡Arrepentíos! En Isaías 58
se indica: «Si abandonas tus ayunos rituales y practicas el verdadero ayuno».
Se escucha en el lamento de Efraín en Jeremías 31.19: «Porque después que me
aparté tuve arrepentimiento». Y resuena en el ruego de Oseas 14.1: «Vuelve, oh
Israel, a Jehová tu Dios».
«Arrepiéntete»
no significa redoblar los esfuerzos por agradar a Dios guardando la Ley o
realizando buenas obras. El llamado siempre ha sido el de simplemente volverse
a Dios, permitirle limpiar y restaurar al pecador.
Restauración del
tabernáculo de David (Hch 15.16-18)
En
Hechos 15.1–29 surgió la pregunta de si los gentiles podían ser aceptados como
cristianos sin someterse a la Ley de Moisés. Pedro respondió haciendo notar que
ni los judíos de su tiempo, ni sus padres, habían podido soportar el peso de la
Ley; por lo tanto, no tenía sentido pedir a los gentiles que se sometieran a
ella: «antes creemos que por la gracia del Señor Jesús seremos salvos, de igual
modo que ellos [los gentiles]» (v. 11). Santiago confirmó la declaración de
Pedro citando el pasaje de Amós en el cual Dios promete reedificar «el
tabernáculo de David... para que el resto de los hombres busque al Señor» (Hch
15.16, 17).
En
muchos otros lugares de la Escritura se habla del tabernáculo de David, aunque
no siempre utilizando ese nombre. Frecuentemente se utiliza el término «Sion»,
el monte de Jerusalén donde se levantaba el tabernáculo, el lugar donde Dios
moraba junto a su pueblo.
Joel
2 comienza con un llamado emotivo: «Toquen trompeta en Sion, y den alarma en mi
santo monte». Hebreos 12.22 dice: «Pero ustedes se han acercado al monte de
Sion». En ambos casos la referencia es al tabernáculo de David. Una comprensión
del concepto de la restauración divina de este tabernáculo es esencial, porque
permite una visión bíblica clara de la iglesia de hoy.
El tabernáculo de
David: origen y descripción
El
tabernáculo de David fue establecido poco después que David sucediera a Saúl
como rey. El arca del pacto, que representa la presencia y el poder de Dios,
había sido capturada por los filisteos. Tras una serie de plagas, éstos la
devolvieron en Quiriat-jearim, donde se la colocó en casa de Abinadab (1 S
4.1–7.1). David anhelaba tener a su lado, y junto al pueblo de Israel, la
manifiesta presencia de Dios, de manera que hizo retornar el arca a Jerusalén,
colocándola en una tienda sobre el Monte Sion (2 S 6; 1 Cr 13–16).
Antes
de su captura, el arca había estado situada en el tabernáculo de Moisés,
descansando en su habitación más sagrada, el Lugar Santísimo. Sólo el sumo
sacerdote podía acercarse a ella, y únicamente él salpicaba su cubierta una vez
al año con la sangre de un animal sacrificado (Heb 9.1–7). El pueblo podía
aproximarse solamente al atrio externo del tabernáculo para presentar sus
sacrificios y adorar a Dios.
El
tabernáculo de David marcó un cambio revolucionario en esta práctica que
separaba al pueblo de Dios. Sin violar el espíritu de la Ley de Moisés, David
cultivaba las relaciones de intimidad del pueblo con su Señor.
Significación de la
restauración del tabernáculo de David
El
gran significado del tabernáculo de David residía en que el arca,
representativa de la presencia de Dios, ocupaba un lugar central en medio del
pueblo de Jerusalén. David enseñó al pueblo a adorar a Dios con alabanzas,
acciones de gracias y regocijo. Se ordenaron unos dieciséis ministerios para
ser realizados las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana.
Ninguno de ellos estaba relacionado con la culpa o la condenación; todos
expresaban el reconocimiento de la gracia y la misericordia de Dios, y su
aceptación incondicional de todo el que se acercase a Él con fe.
La
restauración del tabernáculo de David significa hoy desechar el formalismo, el
legalismo y la condenación, y hacer regresar al sufrido pueblo de la Iglesia y
el mundo a los brazos de un Dios de amor (Heb 10.1–25). El Señor invita a todos
a volverse a Él, a dejar atrás los pecados, y recibir el refrigerio que viene
de estar en su presencia (Hch 3.19).
Restauración de la
imagen de Dios (Is 4.2,3)
Así
como el tabernáculo de David representa la restauración del compañerismo con
Dios que se perdió en el Edén, la analogía del renuevo simboliza la
restauración de la imagen de Dios: la santidad y el vínculo familiar con Dios.
Isaías 4.2, 3 habla del «renuevo de Yahweh», que florecerá en el futuro. El
renuevo es el Cristo, la cabeza de la verdadera Iglesia, integrada por aquellos
que han recibido la salvación y el nuevo nacimiento por la gracia a través de
la fe. Jesús se identificó a sí mismo con la vid, y a sus discípulos con los
pámpanos y dijo que llevarían mucho fruto si permanecían en Él (Jn 15.5).
En
muchos otros lugares, las Escrituras denotan que, en Jesucristo, Dios restaura
a su pueblo al vínculo padre-hijo roto por la desobediencia de Adán. Todos los
que en Él creen son retornados a la casa de Dios (Ef 2.19) y conformados a su
imagen (Ro 8.29).
Restauración de la
intimidad con Dios (Ap 19.7-9)
El
Señor ilustra la restauración de la intimidad con su pueblo por medio de la analogía
de la esposa y el novio. El pasaje de Apocalipsis 19.7–9 describe la boda del
Cordero, Jesús, cuando llama a su Esposa, la Iglesia, una vez que ya está
preparada para presentarse ante Él. En su carta a los Efesios, Pablo explica
cómo la Esposa se prepara: sometiéndose a Dios y permitiéndole purificarla «en
el lavamiento del agua por la palabra», a fin de presentarse ante el Señor sin
«mancha ni arruga ni cosa semejante» (Ef 5.25–27).
Cuando
la Esposa está preparada y Jesús retorna por ella, el vínculo roto en el Edén
queda completamente restaurado, y los seres humanos vuelven a ser uno en el Cristo
y Dios, como Jesús oró en Juan 17. Pero como en el «primer matrimonio», la
Esposa será hueso de sus huesos y carne de su carne; esto es, debe ser como Él.
El Señor no regresará por una esposa impura y derrotada. En estos días de
restauración, Dios prepara a la Esposa en hermosura y poder y la viste de su
gloria.
El Espíritu Santo:
agente de restauración (Jl 2.28,29)
La
obra de restauración de Dios es una obra del Espíritu Santo en y a través de
las vidas de aquellos que han creído en Jesús y han nacido de lo alto (Jn 3.3).
El profeta Joel predijo cuándo Dios derramaría su Espíritu «sobre toda carne»
(Jl 2.28, 29). De esa manera, su poder sería recibido por todos y no quedaría
limitado a un individuo en especial. Esto explica por qué el Cristo le dijo a
sus discípulos que les convenía que Él se fuese a donde el Padre (Jn 16.7),
porque entonces el Espíritu les sería enviado a morar en ellos, a llenarlos y
capacitarlos para que los prodigios de Dios se hicieran a través de ellos.
Tito
3.5, 6 revela que aun la salvación —la regeneración del espíritu muerto del ser
humano y la limpieza que hace aceptable ante Dios la nueva criatura— es la obra
del Espíritu Santo.
Por
último, en Hechos 1.8, Jesús dice a los discípulos que nada hagan hasta que
venga el Espíritu Santo. El Señor promete que recibirán poder para testificar
de Él y esparcir las buenas nuevas por toda la tierra.
Significado de la restauración para el individuo
(Jn 10.10
Quizás
la mejor manera de resumir todo lo que significa la restauración para el
creyente individual sería invocar una sencilla palabra utilizada tanto en el
Antiguo Testamento como en el Nuevo: vida. En Deuteronomio 30.20, Moisés dice
del Señor: «Él es vida para ti». En Colosenses 3.4, Pablo habla de «el Cristo,
nuestra vida». Y Jesús dice: «Yo he venido para que tengan vida, y para que la
tengan en abundancia» (Jn 10.10).
Restauración,
para el individuo, significa reemplazar la muerte espiritual con la vida
espiritual. Ezequiel 36.25–28 describe gráficamente esta sustitución. Pero no
sólo recibimos un nuevo tipo y una nueva calidad de vida, sino también debemos
crecer en ella. En muchos versículos vemos reflejados ese proceso de crecimiento
como una obra del Espíritu Santo (Jn 16.23; 17.22; Ro 8.13; Flp 1.6; 2.13; Col
1.27). Por medio de su Espíritu Santo, Dios continúa y perfecciona la obra que
inició con nuestra salvación.
Significado de la
restauración para la Iglesia (Jn 13.34,35)
Para
la Iglesia, como un todo, la restauración significa algo más que convertirse en
un duplicado de la iglesia del Nuevo Testamento. Recuerda que la restauración
significa la creación de algo que supera al original.
En
primer lugar, la restauración significa que la Iglesia desplegará el tipo de
amor que Jesús manifestó durante su ministerio sobre la tierra. Jesús dijo que
la gente conocería a sus discípulos por su amor (Jn 13.34, 35). La restauración
también significa la manifestación del poder ilimitado de Dios por medio de su
Iglesia. Ello ocurrirá cuando a través del pueblo de Dios fluyan los dones del
Espíritu y obren sin limitaciones ni restricciones, bajo su dirección y en el
santo espíritu del amor divino.
A
través de la plena manifestación de los dones y ministerios señalados por Dios,
y obrando según el amor esencial a su propia naturaleza, la Iglesia alcanzará
un nivel de madurez y unidad que sólo podrá ser medido en términos de la
«medida de la estatura de la plenitud del Cristo» (Ef 4.13). Mientras la
Iglesia se convierte en un templo santo (Ef 2.21), habitado por un sacerdocio
consagrado que ofrece sacrificios aceptables a Dios por medio de Jesucristo (1
P 2.5), todas las personas son atraídas al Señor; y el mundo verá por fin la
gloria de Dios a través de esta Iglesia restaurada.
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