domingo, 18 de noviembre de 2018

05- Estemos a bien con Dios



Romanos (3.21–4.25)

La silueta de sus diecisiete años evidenciaba la profunda alienación que sentía Jennie. Sus ojos contemplaban perdidamente el suelo, sin concentrarse en nada en particular, limitándose a atisbar el espacio vacío. Estaba sentada, cansada y tensa, sosteniéndose con sus gastadas manos apretadas bajo sus delgados brazos, con las cicatrizadas piernas firmemente cruzadas. Para apoyarse aún más, tenía un pie firmemente ceñido detrás del otro, impidiendo que el más mínimo rayo de luz de la habitación penetrara entre ellos. Lentamente, pero con un ritmo incesante, se balanceaba hacia adelante, luego hacia atrás, como si fuese una frágil muñeca acunándose a sí misma.


Desde que escapó de su casa, Jennie había visto más del lado tenebroso de la vida que lo que la mayoría de las personas ve en toda una vida. No había sido siempre así. Jennie pensaba que sus padres no la entendían, que estaban tratando de impedir que lograra su sueño de llegar a ser una cantante rica y famosa. Todos coincidían en que tenía muy buena voz. De modo que decidió hacer realidad su sueño y se fue de su casa en busca de fama y fortuna.

Las cosas resultaron más difíciles de lo que había imaginado. Tuvo un rápido comienzo y empezó a cantar en pequeños cabarets y en fiestas privadas o sociales. Pero los trabajos eran escasos y muy espaciados. Necesitaba más dinero. Además, la letra de las canciones le recordaban todo lo que había dejado atrás. Amistad, amor, seguridad, protección. Sí, hubo algo de sufrimiento e incomprensión, pero todo el ambiente hogareño fue un refugio de apoyo y estímulo. ¿Se habría equivocado? Todavía tenía demasiado orgullo como para contestar afirmativamente esta pregunta, de modo que siguió adelante, tratando de afianzar su carrera.

Las ofertas de trabajo llegaban con demasiada lentitud, pero el dolor que crecía en su interior parecía incrementarse cada vez más rápido. Trataba de ignorar el sufrimiento. Eso no daba resultado.Así que trató de anestesiarlo. Su medicación vino a ser química y sexual. Por un tiempo, parecían ayudarla. Al menos la lanzaban a un mundo que le permitía olvidar. Pero la realidad persistía en introducirse furtivamente para recordarle que estaba sola por completo, al parecer abandonada y fracasada.

Con el tiempo, lo único que le quedaba era vagar por las calles. Se convirtió en un caso más de la estadística de gente sin hogar, que revolvía los basureros por alimento y ropa, y buscando sitios para dormir en las calles sin salida, los portales y los parques. Su sueño estaba destrozado, su seguridad perdida, su orgullo aplastado.

Afortunadamente, sus padres no se habían dado por vencidos. Desde el día en que su hija abandonó el hogar, la habían buscado incesantemente. Al final, su perseverancia se vio premiada. La policía encontró a Jennie en una provincia cercana. Las autoridades aceptaron retenerla hasta que llegaran sus padres.

Eso es lo que Jennie esperaba. Sabía que sus padres estaban en camino. ¿Qué les diría? ¿Cómo podía presentarse ante ellos? ¿Qué dirían? ¿La seguirían amando después de todo lo que había hecho? Jennie estaba asustada, pero no tenía otro lugar a donde ir. Su lucha había terminado.

De pronto, por el rabillo del ojo, vio que se abría la única puerta de la habitación en la que estaba. «Jennie», dijo suavemente la mujer policía, «alguien ha venido a verte».

Jennie volvió lentamente la cabeza y vio a su mamá y a su papá que entraban casi a empujones por la puerta. Sus brazos rodearon su figura pequeña y débil, y las lágrimas mojaron sus mejillas. No oyó reprimenda alguna, nada de «yo te lo había advertido», ni una palabra de condenación. Todo lo que sintió fue perdón, gratitud, aceptación incondicional. El amor la cubrió. Por fin, Jennie estaba de regreso en el hogar. Sollozó aliviada.

La historia de Jennie es también la nuestra. Nosotros también somos fugitivos. Decididos a perseguir nuestros sueños a nuestra manera, huimos del infinito amor de Dios. Al igual que Jennie, hemos comprobado que nuestra manera de hacer las cosas no es la mejor. Nuestra vida no ha mejorado. Quizás en ocasiones experimentemos alguna ganancia; pero nunca es permanente, y siempre hay algo que suena hueco. Sabemos que estábamos destinados a algo mejor, mucho mejor.
Pero nunca encontraremos ese algo si seguimos escapando. Algún día, de alguna manera, tendremos que llegar al fondo de nosotros mismos y volvernos a Dios. Cuando lo hagamos, no tendremos que andar mucho. Descubriremos que Dios siempre nos ha estado persiguiendo. Anhela que volvamos para que nuestra relación con El sea restaurada. No nos apuntará a la cara un dedo acusador ni nos avergonzará cuando volvamos a Él. Al contrario, las bendiciones del cielo se derramarán sobre nosotros y nos rodearan restaurando nuestro corazón, transformando nuestra mente, sanando nuestra alma de todas las heridas e injusticias de la vida.

¿Cómo sucede esto? ¿Cómo podemos recibir semejantes riquezas restauradoras? Todo comienza haciendo las paces con Dios. De eso es lo que trata Romanos 3.21–4.25.

«Pero ahora…»

En la carta a los Romanos, las dos palabritas «pero ahora» con las que comienza el 3.21 introducen el contraste que hemos anhelado escuchar. Después que se nos ha descrito la lamentable situación en que nos encontramos y lo desesperada que es nuestra situación, al menos en la medida en que sigamos tratando de mejorarla por nuestra propia cuenta, la expresión «pero ahora» nos prepara para la solución. Estas palabras traen el eco de Romanos 1.18 y los versículos que siguen hasta el 3.20. Para saborear por adelantado esa transformación de la que vamos a aprender, complete las frases siguientes:

ANTES…

PERO AHORA…

Recibimos la ________ de Dios (1.18)

Revelada desde ____________ (1.18)

Rechazamos a Dios por ___________________________ (1.21)

Condenados por nuestras __________________________ (2.6)

Recibimos de Dios la ________ (4.6)

Revelada aparte de __________ (3.21)

Aceptamos a Dios por ____________________________ (3.22)

Justificados por nuestra _______ sin las _____________________ (3.28)

Ahora que ya hemos disfrutado del aperitivo, pasemos al plato principal. Estamos a punto de saborear los platos esenciales del evangelio.

La respuesta de Dios a nuestro fracaso

Dado que la Ley de Dios pone de manifiesto nuestro fracaso y no puede ayudarnos a enmendar nuestra relación con Dios (Ro 3.20), ¿cuál es la respuesta? No podemos encontrarla en nosotros… porque nosotros somos el problema. De modo que debe venir de Dios. ¿Y cuál es Su respuesta? Su justicia. Dios nos pone en la debida relación con El. Esto es lo que significa la «justicia de Dios» en Romanos 3.21. Como ya ha podido ver al completar el cuadro anterior, esta aceptación se alcanza «independientemente de la Ley». Este tipo de justicia no puede alcanzarse mediante la obediencia a la Ley, una Ley que de todos modos no obedecemos. Sólo puede ser recibida como un regalo. Pablo nos dice que «por la ley y por los profetas» se da testimonio de esta verdad (v. 21).

Por la ley y por los profetas (3.21): Esta frase resume el contenido de todo el Antiguo Testamento. La Ley se refiere al Pentateuco (los cinco primeros libros de la Biblia: Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio). Los profetas se refiere al resto del Antiguo Testamento.

Como veremos, Pablo se remitirá a ambas secciones de la Biblia hebrea para demostrar que enseñan cómo el ser humano puede relacionarse correctamente con Dios. En otras palabras, el evangelio en esencia no es nada nuevo. La justicia siempre ha sido un don de Dios; las Escrituras nunca han enseñado otra cosa.

La respuesta del hombre al ofrecimiento de Dios

¿Qué debemos hacer para recibir el regalo de la justicia? La respuesta está en 3.22.

Fe es confianza, seguridad. ¿Quién se supone que es el centro de nuestra confianza? (v. 22)

¿Está excluido alguien de este ofrecimiento? (v. 22) ¿Por qué no? (v. 23)

Destituidos (3.23): «Nunca nadie alcanzará por sí mismo las normas divinas de absoluta perfección moral para merecer la gloria de Dios. Por lo tanto, si va a haber alguna salvación, debe venir por otra vía (véase v. 24)».

¿Advierte cuándo podemos relacionarnos debidamente con Dios? ¿Debemos antes limpiar nuestras vidas? No. ¿Debemos asistir con más regularidad a la iglesia u ofrendar más? No. ¿Tenemos que pedir perdón a todos los que alguna vez hemos ofendido? No. Nuestra situación delante de Dios cambia en el momento mismo en que confiamos en Jesucristo. El simple acto de fe transforma nuestra rebeldía en justicia, de enemigos de Dios en hijos de Dios, de personas condenadas a personas absueltas.

El centro es Cristo

¿Sobre qué base hace Dios esto por nosotros? La respuesta está centrada en Jesucristo, pero se resume en cuatro palabras cruciales.

Justificados (3.24): El acto divino por el cual los pecadores son declarados justos, no hechos justos.

Gracia (3.24): Véase la definición en la p. 31.

Redención (3.24): Es la libertad asegurada mediante el pago de un precio o rescate.

Propiciación (3.25): La respuesta satisfactoria obtenida mediante la ofrenda de un sacrificio, que elimina la ira y el juicio de Dios.

Teniendo en mente estas definiciones, vuelva a Romanos 3, comience con el versículo 24 y conteste las siguientes preguntas:

¿Quién nos justifica? (v. 24)

¿Cuál es la base y el medio de la justificación? (v. 24)

¿Cuál es el papel de Jesucristo en todo esto? (vv. 24, 25)

El tema del derramamiento de la sangre de Cristo en nuestro beneficio es un tema central en el Nuevo Testamento. Sus raíces llegan hasta Génesis 3.21, donde Dios derramó la primera sangre de un animal inocente para vestir a Adán y Eva después que pecaron contra Él.

Vea cuántos acontecimientos del Antiguo Testamento puede recordar donde se relata el derramamiento de sangre inocente para subsanar la falta cometida por alguien. Si no está familiarizado con el Antiguo Testamento, puede consultar un diccionario bíblico o una enciclopedia bíblica y buscar allí los artículos sobre los términos sangre, expiación, sacrificios y la muerte de Cristo.

Luego, enriquecido por todo estos antecedentes informativos, lea Isaías 53, Hebreos 9 y 10, y 1 Pedro 1.17–19 para analizar más a fondo cuán preciosa es la sangre derramada por Jesús y lo que ella ha logrado para nosotros.

¿Por qué la Divinidad decidió justificarnos de esta manera? (vv. 25, 26)

Teniendo en cuenta lo que ha estudiado hasta aquí, ¿estaría o no de acuerdo con la idea de que la justificación significa que «Dios me acepta como si yo nunca hubiera pecado»? Fundamente su respuesta remitiéndose en especial a Romanos 3.9–26.

Una actitud fatal

Hasta aquí, todo el énfasis del argumento de Pablo alcanza su climax en Romanos 3.27–31.

¿Recuerda lo que hizo la gente para rechazar a Dios y de qué manera esto los afectó? Con profunda ingratitud, dieron la espalda a Dios y se fueron arrogantemente por su propio camino (1.21–32). Aun los judíos religiosos, que gozaban de todos los beneficios de ser un pueblo elegido por Dios, se volvieron soberbios por la posición que ocupaban y eso los alejó de Aquel a quien declaraban adorar, a la vez que influyó sobre otros para que se mantuvieran apartados del verdadero Señor (2.17–24). Por lo tanto, ¿qué tiene que ver la justificación por fe con todo esto? La respuesta se encuentra en 3.27–31.

¿Puede la justificación por fe estimular una actitud arrogante, como si se dijera: «Lo he logrado, soy un privilegiado, me he abierto el camino por mis propios méritos»? ¿Puede hacerlo? (vv. 27, 28) Explique su respuesta.

¿Quién es el que justifica, y quién puede ser justificado? (vv. 29, 30) ¿Da esto lugar para la jactancia?

¿Qué piensa acerca de lo que Pablo quiso expresar cuando dice que la fe confirma la Ley, que no la invalida, ni la vuelve vacía, inútil ni carente de significado? (v. 31)

La soberbia es algo insidioso. Infecta todo lo que toca. Se filtra en el torrente sanguíneo de la gratitud, del reconocimiento, de la eficiencia, de la posición social o religiosa, y luego contamina lentamente la humildad, inyectando en su lugar fuertes dosis de arrogancia, hasta que sus víctimas empiezan a creer que son mejores que otros, y que por lo tanto merecen consideración especial.

Esta enfermedad resulta particularmente mortífera cuando se manifiesta en los cristianos. Indispone a los creyentes unos contra otros, destruyendo la unidad de la iglesia. Hace que los incrédulos se alejen de Dios escandalizados, por cuanto ven que se pone de manifiesto en los cristianos lo que incluso ellos mismos reconocen como rivalidades mezquinas, prioridades equivocadas, traiciones y soberbia hueca.
¿Ha afectado esta enfermedad a su grupo de compañerismo? ¿A sus amigos o seres queridos? ¿A usted mismo? Si lo ha invadido a usted, es probable que le resulte difícil reconocerla porque se considera demasiado bueno, o demasiado espiritual, o demasiado íntegro como para tener semejante problema. Por cierto que esa es precisamente una de las señales que delatan la arrogancia. Algunas de las demás son una actitud condescendiente, en toda forma de prejuicios (religiosos, doctrinales, raciales, nacionales, cívicos, económicos, etc.), dificultad para expresar una genuina gratitud hacia otros, o para pedirles ayuda cuando la necesita, una tendencia a hacer saber a todos lo que usted ha logrado, un deseo de estar siempre en el centro de las miradas porque cree que lo merece, y una actitud de regateo para con Dios y para con lo que Él hace por usted. ¿Muestra alguna de estas características?

Quizás necesite pedirle a alguna persona cercana, alguien que pueda ser en realidad sincero con usted, que le ayude a diagnosticar su situación. Sugerencia: Nadie se libra por completo de esta enfermedad, y cuanto antes se la detecta y erradica, tanto mejor. Por lo tanto, no trate esta cuestión livianamente.

Una vez que sepa el nivel al que haya llegado su enfermedad, acuda al Señor en busca de perdón y transformación. Además, recuerde que nunca podrá hacer un diagnóstico acertado de otras personas que la padezcan a menos que se haya ocupado seriamente de ella en su propia persona. La médula de la hipocresía es la arrogancia. El evangelio de la justificación por fe elimina el sustento de la hipocresía.

Una antigua verdad que todavía da nueva vida

Pablo dedicó el capítulo 4 de Romanos a los judíos religiosos que confiaban en la circuncisión para su salvación y sostenían que él predicaba una nueva doctrina, una nueva manera de llegar a Dios que en realidad era un callejón sin salida. Pero no piense que este pasaje de las Escrituras se aplica sólo a los judíos. Se aplica a cualquiera que piense que la enseñanza del Antiguo Testamento acerca de la salvación es cualquier cosa menos la justificación por fe. Hay un solo modo de alcanzar la debida relación con el Señor de todo lo creado, y ese modo es el de la fe aparte de las obras. Dios nunca ha enseñado otra cosa. ¡Nunca!

Romanos 4 resonará con mucho más volumen si en primer lugar consideramos alguna información previa. Pablo pone como anda del concepto de la justificación por fe la vida y las palabras de dos de los santos más destacados del Antiguo Testamento: Abraham y David. Abraham es una figura clave porque Dios lo seleccionó para ser el centro de su promesa de bendecir a todas las naciones de la tierra (Gn 12.1–3; 15.5, 6). Esta bendición se refiere a la redención de la humanidad por medio de la fe, y a la recuperación de la capacidad y el derecho de ejercer dominio sobre la creación. Abraham «es el ejemplo escogido por Dios para revelar su plan de restaurar un día el reino divino en toda la tierra a través del pueblo del pacto».4 Abraham es el prototipo de padre de la fe. David, por su parte, es el prototipo de gobernante de la fe. Como descendiente de Abraham, David fue elegido por Dios para reinar sobre todo Israel. Dios le prometió que su trono permanecería para siempre a través del gobierno de un futuro rey que sería el propio Hijo de Dios (2 S 7.1–17).

Ahora bien, si Abraham y David aceptaron la doctrina de la justificación por fe, si esa fue también la forma en que alcanzaron una relación correcta con el Señor, ¿qué nos hace pensar que nosotros podemos llegar a Dios de otra manera?
Veamos cómo desarrolla Pablo su pensamiento. Empieza con Abraham.

¿Cuál es la pregunta que se propone contestar Pablo? (4.1)

¿Cuál es la diferencia entre la fe y las obras? (vv. 2–5)

¿Qué condujo a la justificación de Abraham? (v. 3; véase también Gn 15.1–6)

Contado (4.3): Acreditar algo a la cuenta de alguien. En el caso de Abraham y de cualquier otra persona que cree en Dios por fe, el Señor le acredita la justicia en su libro de cuentas espiritual.

Atribuye (4.6): Esta es la misma palabra griega que se traduce contado en 4.3, y tiene el mismo significado en ambos versículos.

En Romanos 4.7, 8 Pablo cita las palabras de David del Salmo 32.1, 2. ¿Cómo se enfoca en ellos la provisión del fruto de la justificación por fe?

¿Qué papel, si es que lo hay, jugaba la circuncisión en la justificación de Abraham? (vv. 9–12) ¿Qué importancia tiene su respuesta para el argumento de Pablo? ¿Y para la esfera de acción de nuestros esfuerzos misioneros y evangelísticos?

¿Por qué no se puede alcanzar la justificación por medio de la Ley en lugar de la fe? (vv. 13–16)

¿En quién creyó Abraham, y qué dice Pablo acerca de Él? (v. 17)

¿Qué promesa le hizo Dios a Abraham, y por qué era tan difícil creer en ella según la experiencia humana? (vv. 18, 20)

¿Qué impulsó a Abraham a dar ese paso de confianza en lugar de mostrar incredulidad? (v. 21)

¿Confía en las promesas de Dios como lo hizo Abraham? ¿Cree lo mismo que Abraham acerca de la capacidad de Dios para llevar a cabo lo que prometía? Si no, sea franco con el Señor al respecto. No se retraiga. Él puede entenderlo. Luego pídale que lo ayude a vencer sus dudas o su enojo, o lo que le impida confiar realmente en Él. Dios quiere que usted confíe en Él, por eso aférrese a Él y a su Palabra y vea Sus maravillosas obras en su vida.

¿Qué importancia tiene la historia de Abraham para las generaciones futuras, incluidos nosotros? (vv. 23–25)

En la elaboración de su pensamiento en defensa de la justificación por la fe, Pablo da por sentado que sus lectores saben quién era Abraham y qué había hecho. Si usted no conoce su historia, sería oportuno que se familiarizara con ella. Puede leer acerca de él en Génesis 11.27–25.11.

Si explora estos versículos, preste especial atención a los pasajes que hablan de la promesa que Dios hizo, cómo respondió Abraham, cómo y cuándo se cumplió la promesa, y cuándo por fin Abraham fue circuncidado. Descubrirá que el uso que le da Pablo al caso de Abraham hace incontestable que se separe la circuncisión de la justificación por la fe.

En otro lugar Pablo escribió: «Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra» (2 Ti 3.16, 17). Cuando escribió estas palabras, el Nuevo Testamento no se había completado aún, de modo que esencialmente la Escritura que Pablo tenía en mente era la del Antiguo Testamento. Toda, dijo, y no sólo parte de ella, es provechosa para nosotros. Cuando la leemos, la estudiamos, meditamos, oramos por medio de ella, la aplicamos, la damos a conocer, estamos realizando una inversión en nuestras vidas y en las vidas de otros tan increíble que perdurará hasta la eternidad (cf. Mt 6.19–21). Basta considerar los beneficios que obtuvo Pablo a partir de los relatos de Abraham y David en el Antiguo Testamento: la preciosa y el tesoro de la doctrina de la justificación por fe, de la que pueden beneficiarse todas las personas, si tan solo confían en Cristo para su salvación.

¿Ha estado pasando por alto el Antiguo Testamento? ¿Piensa que es inaplicable, o que el Nuevo Testamento lo invalida? No pierda nada de lo que Dios quiere darle. Comprométase hoy a equilibrar su tiempo de estudio entre el Antiguo y el Nuevo Testamentos. Quizás esto signifique leer un capítulo de cada uno por día, o tal vez, mientras estudie el libro de Romanos, puede decidir dedicar un tiempo adicional a buscar las referencias que se dan allí al Antiguo Testamento, reflexionando sobre ellas más tiempo de lo que de otro modo haría. Cualquier enfoque que siga, hágalo realista y luego manténgalo, llenando su tiempo de estudio con oración para que el Espíritu Santo le enseñe, lo oriente y fortalezca su alma en la verdad absoluta y eterna.

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