Romanos (2.17–3.20)
—¡Eso no es justo, papá! —exclamó Jaime casi a gritos
mientras cruzaba los brazos en actitud desafiante y se hundía en el sillón—. Ya
sé que no he terminado mi tarea para la escuela, pero ya había planeado ir a
ver esa película y ahora que va mi amigo Samuel, yo también puedo ir.
—Pero Jaime —repuso con calma su padre—, tú sabes cuál
es la regla: no puedes salir hasta que hayas terminado la tarea.
—Lo sé, lo sé. Pero me arruina la oportunidad de
divertirme —respondió Jaime.
—Mira, hijo, esta regla no tiene la intención de
privarte de la posibilidad de divertirte. En realidad, tu madre y yo la fijamos
para que tuvieras libertad para divertirte aún más. Es mucho mejor que al salir
sepas que ya has cumplido tus obligaciones en lugar de llevarlas como un peso en
tu mente, que te está esperando al regreso.
—¿No puedes hacer una excepción por esta vez? —suplicó
Juan—. Por favooor. Apenas regrese a casa, haré mis tareas… lo prometo.
—No —fue la firma respuesta de su papá—. Nunca hicimos
excepciones con tus dos hermanas y no vamos a empezar a hacerlas ahora. Tienes
ciertas obligaciones que cumplir antes que puedas salir. Si no las terminas
antes de que Samuel y su familia salgan para ir al cine, tendrás que dejar
pasar la invitación.
—Pero…
—No hay excepciones, Jaime. No hay excepciones.
¿Ha habido una conversación semejante en su hogar
alguna vez? Quizás lo que estaba en juego no era una salida al cine. Quizás se
trataba de ir a ver un partido de pelota, a una fiesta en el vecindario, o un
compromiso con un amigo o una amiga, o algún otro acontecimiento especial.
Cualquiera que sea el caso, como padre, tuvo que trazar la línea con amor, por
supuesto, pero con firmeza. Usted sabía que si mostraba vacilación, si hacía
una excepción, una regla importante quedaría socavada. Y si desaparecía la
regla, la relación entre usted y su hijo podría sufrir también. De modo que
mantuvo su postura, seguramente al precio del descontento de su hijo.
¿Sabía que nuestro Padre celestial nos trata a
nosotros de un modo similar? Fija ciertas reglas, normas, todas orientadas a
promover nuestro bienestar y el mejoramiento de la familia de creyentes. En la
medida en que cumplamos fielmente esas normas, hemos de prosperar, y lo mismo
ocurrirá con la familia de Dios. Pero cuando las transgredimos nos hacemos
daño, también a nuestro Padre y perjudicamos lo que El quiere hacer a través de
nosotros para promover su Reino. Por lo tanto, ¿cómo actúa Dios? ¿Vuelve
simplemente la mirada hacia otro lado? ¿Acepta excusas por nuestro
comportamiento? ¿Nos considera como excepciones a la regla? En absoluto. Todos
somos responsables ante Dios y El nunca anula esa responsabilidad aunque a
veces nos disguste.
Veamos lo que Pablo tiene que decir en relación con
todo esto.
No se permiten privilegiados
Si alguien podía reclamar exención, eran los judíos.
Al fin y al cabo, Dios los eligió para recibir un trato especial. A ellos se
les dio la Ley. Llevaban la señal física del pacto con Dios, la circuncisión.
Dios los guió para establecerse en una tierra nueva. El les dio victoria tras
victoria. Dios demostró a través de ellos que El era el único Dios verdadero,
el único digno de adoración y alabanza. Les dio señales milagrosas de su
presencia y de su compromiso para con ellos. Sí, eran en realidad especiales.
Es cierto que cometieron algunos errores y que a veces provocaron la ira de su
Señor. Pero El prometió que no los abandonaría nunca. En efecto, eran los
elegidos, cuidadosamente escogidos por el Creador de todo lo que existe. ¡Cómo
no habría de eximirse de su ira!
¿Pero acaso lo fueron?
Lea Romanos 2.17–29. ¿En qué confiaban los judíos que les daría un lugar especial ante de Dios? ¿De qué se jactaban?
Ahora vuelva a leer los mismos versículos, tomando
nota de por qué no había ningún pedestal especial para los judíos. ¿Por qué no
tenían derecho a exigir una posición de exención?
Pablo redondea su argumento en Romanos 2 haciendo una distinción entre la circuncisión externa y la interna (vv. 25–29). En tiempos de Pablo, la~mayoría de los judíos llegaron a creer que sólo los circuncidados en la
carne eran salvos. Pensaban que este rito religioso físico garantizaba el
acceso al Reino eterno de Dios.1 Sin embargo, por medio de la pluma de Pablo Dios
manifestó una opinión diferente, una opinión que se oponía categóricamente a esta perspectiva. Considere nuevamente Romanos 2.25–29, y procure expresar con sus palabras lo que Dios
valora más que la circuncisión física.
¿Está apoyando su relación con Dios con muletas
externas? ¿La asistencia a la iglesia? ¿El ejercicio de dones espirituales? ¿La
manera en que se viste o se comporta? ¿El bautismo en agua? ¿La evangelización?
¿Las visitas a los hospitales? ¿La participación en el coro? No quiero que me
entienda mal. Todas estas cosas Dios las puede usar para Su gloria y para
extender su Reino. Pero si usted confía en ellas como los judíos confiaban en
la circuncisión (para obtener acceso al eterno disfrute de la bendición celestial),
significa que debe modificar su perspectiva y el fundamento de su confianza.
Observar los ritos religiosos y andar haciendo el bien deberían ser expresiones
externas de la realidad interior de una correcta relación con de Dios. No son
medios para la salvación, sino señales de ella. Si se ha confundido respecto a
este concepto bíblico, deténgase ahora mismo y acuda a Dios, poniendo su
confianza sólo en Él para su salvación, desde el comienzo con la justificación,
hasta el final con la glorificación.
En defensa de Dios
Como un astuto abogado, Pablo anticipa varias
objeciones a lo que acaba de argumentar. Cada una de las críticas proviene de
sus lectores judíos y cada una de ellas enjuicia a Dios. Pero como veremos, la
defensa del Señor es inconmovible. Además, lleva a una declaración que
encuentra a todos sus acusadores, judíos y gentiles por igual, culpables.
Lea Romanos 3.1–20. Al hacerlo, identifique las objeciones de las cuales
se ocupa Pablo. Una pista: Todas se plantean en forma de preguntas. Vuelva a
formularlas con sus propias palabras y luego sintetice las respuestas que
ofrece Pablo.
Objeción 1 (3.1):
Respuesta 1 (3.2):
Objeción 2 (3.3):
Respuesta 2 (3.4):
Objeción 3 (3.5):
Respuesta 3 (3.6–8)
Objeción 4 (3.9):
Respuesta 4 (3.9–20):
No sólo somos inexcusables delante de Dios, sino que
somos culpables delante de Él. Hemos transgredido sus normas de justicia. Ni
uno solo de nosotros jamás ha procedido de otra manera. Por lo tanto, guardar
la Ley no nos salvará; no nos justificará ante Dios. En cambio, la Ley nos
demuestra que todos somos pecadores, transgresores, criminales. ¡No hay
excepción! (Todos, es decir, excepto uno, del cual aprenderemos más en el
próximo capítulo.)
De modo que por el momento tenemos que comprender cuál
es el cargo que obra en contra de nosotros, analizar las pruebas y evaluar las
consecuencias. Y cuando lo hacemos, se derrumban los argumentos con los que
pretendemos defendernos. Nos dejan en silencio, mudos. Si no mediara la
misericordia del Juez, si no mediara el amor y la gracia del Padre para con sus
hijos pródigos, todos sin excepción careceríamos de esperanza alguna, atrapados
y condenados por nuestros propios pecados.
¿Hay una salida de escape? ¿Tenemos alguna esperanza?
¡Sí, alabado sea Dios, la hay! Y la encontramos en las buenas nuevas del
evangelio que está a punto de ser revelado en su prístina belleza, enriquecido
por el Espíritu, siempre dinámico y transformador de vidas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario