Las
palabras “lea esto primero” han
adquirido un importante papel en el empaque de los productos de consumo de hoy
día. La mayoría de los consumidores piensa que la vida es demasiado breve para
manuales de instrucciones, por lo que los envases dicen claramente: Si no puede
leer el manual, por lo menos lea esta parte importante. «Lea esto primero», es
por su bien.
El
Evangelio de Juan hace una petición similar. Es el único libro de la Biblia que
declara en forma clara y sucinta su propósito: Se escribió para decir al hombre
cómo encontrar la vida eterna (20.31). Este propósito claramente identificado
coloca al Evangelio de Juan en un lugar único, separado de los demás
Evangelios. Este libro no es tanto un recuento de la vida de Jesús sino más
bien una poderosa presentación de su deidad.
Cada
capítulo presenta evidencia —tanto señales como afirmaciones— de su autoridad
divina. Según Juan, creer que Jesús es el Hijo de Dios, el Salvador del mundo,
es el principio de la vida eterna (3.14-17). ¿Qué puede ser más importante? La
afirmación de Juan sobre su Evangelio es tan buena como una advertencia «lea
esto primero» para la vida de una persona.
El
Evangelio de Juan es un argumento persuasivo para la divinidad de Jesús. Se
concentra en presentar a Jesús como el Verbo, es decir, Dios (1.1) que se hizo
hombre (1.14). Así, Juan relata meticulosamente las declaraciones y describe
los milagros de Jesús que sólo pueden atribuirse a Dios mismo.
Jesús
se llamó a sí mismo el pan de vida (6.35, 41, 48, 51), la luz del mundo (8.12;
9.5), la puerta de las ovejas (10.7, 9), el buen pastor (10.11, 14), la
resurrección y la vida (11.25), el camino, la verdad y la vida (14.6) y la vid
verdadera (15.1, 5). Cada una de estas declaraciones comienza con las palabras
«Yo soy», que nos recuerdan la revelación de Dios de su nombre «YO SOY», a
Moisés (Éx 3.14). Jesús no dijo que Él daría pan; dijo que es el Pan que da
vida. No dijo que nos enseñaría el camino, la verdad y la vida; en cambio, dijo
que es el Camino, porque es la Verdad y la Vida. Estas son claras afirmaciones
de Jesús acerca de su divinidad. No era solamente un hombre.
Luego
tenemos las señales de la deidad de Jesús. Los milagros en el Evangelio de Juan
se llaman «señales» porque indican la
naturaleza divina de Jesús. Juan registra siete señales: la transformación del
agua en vino (2.1-11), sanidad del hijo de un hombre (4.46-54), sanidad de un
paralítico (5.1-9), multiplicación de los panes y los peces (6.1-14), caminar
sobre el agua (6.15-21), sanidad de un ciego (9.1-7) y la resurrección de
Lázaro (11.38-44). Estos milagros muestran que Jesús es Dios; Él tiene poder
sobre la naturaleza.
Otras
indicaciones de la deidad de Jesús incluyen los testimonios de Juan el Bautista
(1.32-34), Natanael (1.49), el ciego (9.35-38), Marta (11.27) y Tomás (20.28),
sin mencionar las palabras de Jesús mismo (5.19-26).Jesús también era
totalmente hombre. Su cuerpo se cansó (4.6), su alma se turbó (12.27; 13.21) y
se estremecía y conmovía en su espíritu (11.33). Este Dios-hombre era al mismo
tiempo el Mesías de Israel. Andrés dijo a su hermano: «Hemos hallado al Mesías» (1.41). Natanael concluyó: «tú eres el Hijo de Dios; tú eres el Rey de
Israel» (1.49). Aun la mujer samaritana testificó acera de la identidad de
Jesús (4.25, 26, 29). Jesús el Mesías era y es el Salvador del mundo (4.42;
11.27; 12.13). Juan nos exhorta a confiar en Jesús para la vida eterna. Nuestra
confianza se edifica en nuestra creencia que (1) el Padre es en el Cristo, y el
Cristo es en el Padre (10.38; 14.10, 11); (2) El Cristo vino de Dios (16.17,
30) y Dios lo envió (11.42; 17.8, 21; véase 6.29); y (3) Él es el Hijo de Dios
(6.69; 11.27; 20.31). Juan revela el mensaje más importante de la Biblia: cree
en Jesús y síguele, porque Él es el camino a la vida eterna.
El
autor del Evangelio de Juan no se identifica a sí mismo por nombre, pero su
identidad puede desprenderse del diálogo registrado en 21.19-24. El autor se
llama a sí mismo «el discípulo a quien amaba Jesús» (21.20), designación que se
usa otras cuatro veces en el libro (13.23; 19.26; 20.2; 21.7). «Este es el
discípulo que… escribió estas cosas» (21.24). El autor tenía que ser uno de los
doce apóstoles, porque se le describe apoyado en el pecho de Jesús en la Última
Cena, acto en el cual sólo los apóstoles participaron (13.23; Mr 14.17). Estos
detalles dan a entender que era uno de los tres discípulos más cercanos a
Jesús. Pedro, Jacobo o Juan (Mt 17.1). No podía ser Pedro, porque 21.20 afirma
que Pedro miró y vio a aquel que Jesús amaba, y en otro lugar le hace una
pregunta sobre él (13.23, 24). Por otra parte, Jacobo sufrió el martirio muy
temprano para ser el autor de este Evangelio (Hch 12.1, 2). Por lo tanto, es
razonable concluir que este libro fue escrito por el apóstol Juan. Esta
conclusión la apoyan cristianos primitivos como Policarpo (60-155 d.C.),
discípulo de Juan.
En
el siglo IX, muchos críticos afirmaron que el Evangelio de Juan fue escrito
alrededor del año 170 d.C. Luego, en 1935, C.H. Roberts descubrió en Egipto un
fragmento de papiro que contenía porciones de 18.31-33, 37, 38 que refutó la
teoría. Este fragmento, el Papiro Rylands, fue escrito hacia el año 125 d.C. El
Evangelio debe haberse escrito mucho antes de 125 d.C., o incluso 110 d.C.,
dejando el tiempo necesario para que se copiara y se llevara a Egipto.
Los
estudiosos conservadores normalmente fechan el libro entre los años 85 y 95
d.C. El libro no hace referencia a la destrucción de Jerusalén el año 70 d.C.,
lo que da a entender que ese importante acontecimiento habría ocurrido muchos
años antes. Además, la afirmación acerca de Pedro en 21.18, 23 parece indicar
que el Evangelio fue escrito cuando Juan era ya viejo. Solamente entonces Juan
tendría que explicar la muerte de Pedro, o desvirtuar un rumor largamente
establecido en la iglesia primitiva. Otros han sugerido una fecha antes del año
70 d.C. sobre la base de 5.2, que indica que Jerusalén aún estaba en pie. Pero
hay una duda sobre la interpretación del tiempo del verbo hoy. Es probable que
la razón por la que Juan usó el presente en este versículo fuera dar una
descripción vívida de Jerusalén, no para describir su condición presente. Sin
más evidencia que el tiempo del verbo en 5.2, la fecha en los alrededores del
año 90 d.C. parece ser la más razonable.
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